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El problema de escribir

Por: Yéssica Tuberquia Agudelo
elpulso@sanvicentefundacion.com

Tal vez aprendí muy tarde a decir “ma-má”, tal vez por eso las palabras se me resbalan entre los labios. No importa cuántas comas, puntos, tildes, ponga. No importa cuántas veces pase mis dedos sobre el teclado: se me escapan como si no fueran mías. No son mías. No son de nadie. No son del papel en blanco. ¿De la lengua? ¿De los dientes? ¿Del viento cuando silva y se acuerda que hubo un día en el que le enseñaron a hablar?

Si empiezo por el principio, no encuentro el final. Si encuentro a mis personajes, no sé lo que harán. Si encuentro las palabras, no hallo el alma. ¿Qué tan difícil puede ser? ¡Qué tan difícil puede ser! Veo los libros y me veo a mí misma: me falta la tinta en la piel, el olor a viejo y un título claro y firme para enamorar.

Déjame, yo te acaricio; déjame, yo te pongo la a y la u, y todo lo que quieras. No me dejes, a mí no. ¿Qué haré sin ti? Ya no es tu decisión: te encerraré en mi mano y en mi boca: no habrá quien te escriba ni quien te pronuncie. Pero te escurres como saliva de bebé. ¿Eras palabra? ¿Eras balbuceo? ¿Eras melodía?

Ya pasaron los Cien años de soledad, Las intermitencias de la muerte, El túnel, la Niebla y no quedaron historias suficientes para contar. Ya pasaron los autores que nadie nunca leyó, ya pasaron los diarios y las cartas, las bibliotecas y sus incendios, los profesores y su decepción.

Me recomendaron apuñalarme y sacarme las entrañas, dejar en el papel el cuchillo, las vísceras y la sangre. La hoja se tiñó de rojo y me vi morir sin haber saltado. Escarbé hasta el fondo, me toqué el corazón y lo sentí latir, me agarré los pulmones y descubrí que el aire era una invención, vi las mariposas de mi estómago y su aleteo me hizo reír, a mí, quien nunca había amado.

Tuvieron que llevarme al hospital y, por desgracia, mis historias no se salvaron. Murieron y no resucitaron. Las llevé a la tumba y les recé unas cuantas plegarias y así, tal vez, en otra vida pueda encontrarlas. Como lo supuse, nadie más vino a llorarlas. ¿Las flores? No hubo, solo tallos de mala hierba que masacraron sus restos. Yo las olvidé, como se olvidan todas las cosas.

Decidí, entonces, que yo no escribiría para el dolor. Nadie más aparte de mí conocería que mi sangre es escandalosa y difícil de callar. ¿Cómo más, entonces? No me convence la silla en solitario y las cuatro paredes blancas sin salida; la botella vacía de licor no me hace vomitar, solo soñar y reír, y alguien me dijo alguna vez que uno no piensa cuando está feliz; la noche, la luna, las estrellas no fueron hechas para mi inspiración; ni el amor puede producirme más que un simple “Te amo”.

El problema, entonces, soy yo. ¿Por qué no nací con el don? Las historias no se me revelan, tal vez porque no soy digna para ellas. No se me ocurre nada nuevo por contar: sigo viendo a diario el amor de Aquiles a Patroclo, la belleza de Helena, la furia de Hera, el deseo de Heros, el infierno de Dante, la amistad de Sancho y el Quijote, el mar de Maqroll. Nos repetimos, como se repite la r. Porque todavía deseamos un amor como el de Romeo y Julieta, que nos haga sentir tan estúpidos como para preferir la muerte. Comedia y tragedia: la manía de que en la mitad esté nuestra vida.

No hay principio, ni nudo, ni final. No hay puntos suspensivos. No se borra lo ya escrito. No hay comillas suficientes como para encerrar todo lo que me he robado. No existen las cursivas necesarias para enlazar las arterias de mi corazón y el tuyo. No hay tantas mayúsculas para los gritos que me he callado. Me queda el espacio en blanco de lo no dicho, y parece mejor que cualquier cosa que yo pudiera escribir.

¿Cómo triunfaré con tanta desconfianza? Nunca he llegado a la página tres de una historia, pero he escrito mil primeras páginas. Si solo le sonrío al pecado, pero no soy pecadora. Leo en voz alta para mi perro y el espejo. Leo en mi mente para ti, por eso no te conquisto. Ni prosa ni beso.

Esto ya es una guerra. Entre la palabra y yo. Entre los otros escritores y yo. Con los que dicen que escribir es fácil; a los que les gusta el engaño y la ilusión, pero les falta honestidad; a los engreídos que tuvieron éxito por un chispazo del destino al que llamamos suerte; a los bohemios que me hicieron creer que el cigarrillo haría que respirar se sintiera como inspiración, que el vino atraería a hombres y mujeres para sentir entre sus piernas a dios, que la tristeza infinita desbordaría mi historia hasta la muerte.

Me sedujo su camino, la figura de femme fatale, la oscuridad de la que, si hablara, me llevaría a la cárcel, el desdén por una vida ordinaria y por quienes la tienen, el pesimismo. Caer y seguir cayendo, como Altazor. Pero descendiendo me encontré con mi propia carcajada. ¿Por qué se perdió el libro de la comedia? Encontré suelo en el vacío y consuelo en el silencio.

Esa vida no es para mí y, sin embargo, me pongo coqueta con el libro, se me acelera el corazón pensando en la inmortalidad. ¿Será ese el motivo de mi aparente fracaso? El que quiero serle infiel a la pasión, con la fama, el deseo de que admiren mi trabajo, que mis letras no se queden en mi almohada, sino que viajen hasta las fronteras de otros idiomas.

Las lágrimas de los demás, las quiero para mí.

Te ofrezco un trato: mis ojos por tus sonidos. Dejaré de ver para escucharte. Pero, necesito garantías: si no logro escribir una buena historia, devuélvemelos y a cambio, te daré mi lengua.


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