MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 310 JULIO DEL AÑO 2024 ISNN 0124-4388

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En defensa de los lugares comunes

Autor
Por: Yéssica Tuberquia Agudelo
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¿Qué sería de nosotros sin “Había una vez”? Una historia sin amor, sin hombres, sin princesas y dragones. También, hay que hablar con la verdad, una historia sin tanto drama. ¿Acaso seríamos mejores sin haber escuchado un cuento que empezara con “Había una vez”? Porque, me atrevería a decir, nos llama tanto la atención el “Y vivieron felices para siempre” como la madrastra malvada, la manzana envenenada, el sueño eterno, la obsesión por la belleza y otros motivos que se vienen repitiendo desde tiempo inmemorables.

Me pregunto por qué hay tanto afán por innovar, por inventar, cuando siempre hemos sido hombres que repiten la historia. Como Caín y Abel, no nos resistimos a la tentación de matar a nuestros hermanos. Nos aburren las sonrojadas mejillas y el corazón en la mano, pero no la guerra. La sangre sigue siendo sangre y luchamos por ella.

Como un rey que le da la espalda a su pueblo, como una mujer raptada por su belleza, como una madre que llora desconsolada la muerte de su hijo, somos una colcha de retazos, vieja y heredada, con un hilo barato que se rompe de vez en cuando y un hilo que ni una mismísima Moira sería capaz de cortar.

Si vivimos las mismas cosas, una y otra vez, ¿por qué el lenguaje no puede hacer lo mismo? Hay quienes reniegan de los lugares comunes y aborrecen a los escritores que los utilizan (sobre todo si están jóvenes o son principiantes), pero, me atrevería a decir que hay una razón por la cual existen estas frases que se han quedado impregnadas en la memoria colectiva. Hablan de nosotros, de la característica inmutable de la humanidad. Como el hidepu*** del Lazarillo de Tormes.

¿Hasta dónde hay que retorcer el lenguaje para conseguir decir algo que nadie jamás ha dicho? ¿Cuántas puñaladas en la lengua hay que darnos a ver si perdemos el don de la imitación? Hay quienes tienen su imaginación y la chispa divina de la originalidad; sin embargo, también hay quienes habitan su cotidianidad, donde caminan mujeres blancas como la nieve y con labios de fresa.

Habría que preguntarnos si, en realidad, el lenguaje sí se desgasta de tanta repetición. ¿Acaso nosotros nos desgastamos con los “buenos días” que vienen con cada amanecer? Ese podría parecer un mal ejemplo porque con cada día que nos pasa, la muerte nos respira más cerquita a la nuca y, sin embargo, mientras nosotros envejecemos, los “buenos días” prevalecen.

Sin los lugares comunes no sabríamos cómo darle consuelo a alguien que perdió a su ser querido, cómo encontrar a un amante bajo la luz de la luna, cómo contar un chisme, cómo sufrir una ruptura amorosa. No tenemos más que eso. Esperamos que alguien nos diga, por lo menos, una vez en nuestra vida: “Eres el objeto de mi afecto y de mi deseo”, o su versión más simple: un “Te amo”.

¿Por qué nos pasamos la vida buscando la voz propia cuando siempre la hemos tenido? Hemos hurtado, sin darnos cuenta, las frases de la abuela, las conversaciones de los vecinos y de los desconocidos, de las series y los libros. Nuestra voz es propia y, afortunadamente, robada. ¿Es usted original? “No lo sé, señor, solo soy una ladrona”. Dispare. Hablemos sobre quiénes somos y quiénes hemos sido, en el intermedio de un cigarrillo desgastado de unos labios que buscan un asesino sanguinario.

No, esto no es un manifiesto en contra de lo nuevo y lo diferente. Hay cierto placer en descifrar aquello que no entendemos, en las palabras extrañas y una cadencia que no golpea con el ritmo acostumbrado de nuestro corazón. Queremos algo que nos llene de pasión, que nos dé la impresión de una primera vez. Sin embargo, solo por ley de contrarios, deberíamos valorar de la misma forma lo viejo y, aparentemente, gastado.

Lo nuevo, pronto, se convierte en viejo. No importa cuántos hoy tengamos si al final esos días se vuelven pasado.

También podemos aburrirnos de lo nuevo y lo complicado, de tratar de entender aquella serie o libro que, aparentemente, a los demás les ha gustado. ¿Qué tal si volvemos a las palabras simples? A aquellas tan familiares que hasta se sienten como un abrazo. Confiemos en que ellas saben más que nosotros cómo nos sentimos y qué es lo que pensamos, como la canción de vallenato que se ha dedicado tantas veces, silenciosamente, por un corazón roto.

Somos tan simples como un inicio, un nudo y un desenlace. Somos el sujeto, el verbo y el complemento. Somos los que, sin saberlo, repiten los gestos de la madre y también de la abuela. Somos los afortunados que crecimos escuchando “Había una vez…”.



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