MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 311 AGOSTO DEL AÑO 2024 ISNN 0124-4388
¿Es posible pensar que el mundo empezó por una pregunta? El hombre que se refleja en el agua de un río y se enamora de sí mismo; el niño que de repente se reconoce en el espejo; dos personas que se miran por primera vez a los ojos; una mujer en una entrevista de trabajo; un estudiante en su primer día de universidad. Todos ellos, una inquietud en común: “¿Quién soy?”. Entre dos signos de interrogación queda la consciencia de nuestra existencia.
Entre dos signos de interrogación, el amor: “¿Qué siente usted por mí?”, “¿La amas a ella o a mí?”. Un signo de apertura y otro de cierre. Como nosotros, vida y muerte. Pareciera, entonces, que en nuestro cuerpo siempre habita la pregunta, inocente de la respuesta.
¿Será, acaso, más importante la pregunta que la respuesta? ¿Qué es lo que nos urge más? ¿Sacar la duda de nuestro sistema, gritarle al otro el abismo que nos separa, o esperar a que nos digan lo que (no) queremos escuchar? Me atrevería a afirmar que son pocos los afortunados que encuentran paz en las respuestas.
Una pregunta cerrada nos lleva a un “no” o a un “sí” y, en el mejor de los casos, a un “no sé”. Pero eso solo nos traerá el impulso torpe de un “¿por qué?”, porque no nos basta con lo preciso, necesitamos saber más (y más). Tenemos esa curiosidad infinita que no se calma, incluso cuando somos testigos de una pupila dilatada, inocente de las palabras.
Nos reclamamos por lo que vivimos, como si no pudiéramos estar seguros de lo que nuestras propias manos han tocado, como si temiéramos que los besos que hemos dado y recibido de pronto perdieran su honestidad. El tiempo se ríe de nosotros y, a la vez, nos acurruca entre sus manecillas. Segundo a segundo, llega la noche. Latido a latido, las afirmaciones pierden sentido. Y la memoria, caprichosa y frágil, se queda enredada en el movimiento circular y eterno de un reloj.
Queremos saber cómo, cuándo, dónde y por qué. Inspeccionamos nuestros recuerdos y los de los demás. Y yo me pregunto ¿para qué? Si una sola respuesta tiene el poder para cambiarnos, ¿vale la pena saberla?
Preguntar es una operación en la que podríamos perder mucha sangre, en la que casi podríamos morir. A veces implica estrangularnos hasta que, por instinto, el aire se convierta en sermón. ¿Cuánto tardaremos en recuperarnos? Es una apuesta en la que podríamos ganarlo o perderlo todo. “Quiero amor o la muerte”, como Vicente Aleixandre, sin puntos intermedios.
Hay días en los que pienso que no es necesaria tanta inquietud, que es mejor dejar las cosas como parecen. Pero, la apariencia es siempre un engaño. El rostro de un supuesto Don Juan puede ser, en realidad, el de un amante dispuesto a un único amor. ¿Qué tan prestos estamos a salir sin un paraguas bajo unas nubes que presumen de la lluvia? La pregunta es valiente cuando la respuesta puede ser un disparo directo al corazón.
Entre dos signos de interrogación todo lo que conocemos queda en duda. Y por desgracia, eso es lo único que tenemos, desde que nos despertamos hasta que nos dormimos. De las preguntas simples a las complejas: ¿qué comeremos?, ¿metro o bus?, ¿soy bonita?, ¿quiero hijos?, ¿por qué estoy aquí? No somos el Quijote que, con seguridad, puede decir: “Yo sé quién soy y qué puedo llegar a ser”. No poseemos certeza más allá de cerrar los ojos para siempre, aun sin saber qué viene después de la muerte o, en realidad, qué fue la vida.
Y así hemos tenido discusiones por preguntas que creíamos afirmaciones o por confundir una exclamación con una interrogación. En el papel es fácil reconocer ese trazo fino que nos indica dónde empieza y dónde termina nuestra curiosidad; sin embargo, la entonación de nuestra voz se pierde entre nuestra garganta y nuestros gestos, y terminamos por no reconocer la diferencia entre “¡Te cortaste el pelo!” y “¿Te cortaste el pelo?”. Nuestra mirada delatará lo absurdo de lo “obvio”, con una tijera de por medio. Pero, el enemigo podría ser más grande y mortal, donde el filo se convierte en balas: “¡Empezará la guerra!”, “¿Empezará la guerra?”. Un asunto lingüístico que podría terminar con un asesinato.
Vivimos en un constante vaivén, en un delicado (des)equilibrio entre lo que creemos saber y lo que ignoramos, entre lo que decimos y lo que sentimos, entre lo que buscamos y lo que tememos encontrar, entre lo que queremos hacer y lo que debemos hacer. Siempre la duda, siempre nuestras posibilidades, siempre la respuesta inacabada que reclama más preguntas, en un ciclo interminable que alimenta nuestra curiosidad y nuestra angustia.
Nuestra historia no empezó en el llanto primerizo de una criatura que descubre que puede respirar; empezó entre dos desconocidos signos de interrogación que buscaban una simple afirmación: la vida.
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