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Reflexión del mes
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Se nos habla de patria.
Nosotros también hablamos de ella. Pero la nuestra
no es, como la suya, una especie de ciudadela feroz plantada
frente a las otras con las cajas fuertes en el centro. Es
una patria que no tiene más frontera que el horizonte
-como la naturaleza y el espíritu humano- y es demasiado
grande para que los explotadores sean capaces de comprenderla
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Fragmento
de Palabras de un combatiente, del novelista y pacifista
francés Henri Barbusse (1873-1935), quién ante
la miseria y el dolor, siempre tuvo un gesto lleno de ternura
y de piedad por el hombre cuando se torna débil, pequeño
e incluso grotesco. En él hay siempre un profundo respeto
por la gente sencilla que sufre cada día. Barbusse llamó
a la insubordinación, a la indisciplina, a la revolución,
porque sin ellas no puede haber paz. Barbusse es paradigma de
la intelectualidad de comienzos del siglo XX, de ideas disolventes
y nihilistas. Resaltan sus obras El fuego y El
infierno. |
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Reminiscencias del Hospital
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Bernardo
Ochoa Arismendy Profesor Universidad de Antioquia - elpulso@elhospital.org.co |
Se iniciaba
el año 1948. Los 60 nuevos estudiantes de medicina nos
aprestábamos a ingresar a la primera clase de anatomía,
materia que se dictaba, al igual que hoy, en el primer piso
del viejo edificio sur de la Facultad de Medicina, en el salón
que entonces se llamaba el anfiteatro. Mientras
se abrían sus puertas, esperábamos sentados alrededor
de las mesitas del cafetín, o kiosco, que entonces existía
al frente del edificio, en la avenida Juan del Corral. Aunque
la mayoría eran amigos y conocidos por haber cursado
juntos el bachillerato en el Liceo de la Universidad de Antioquia,
otros veníamos de diferentes instituciones. Por norma
entonces vigente en la Universidad, la mitad de los cupos para
ingresar a la Facultad, se asignaban a los bachilleres de su
Liceo y la otra mitad se repartían entre los colegios
de Medellín y del país, en el orden que estableciera
el promedio de las notas obtenidas durante todo el bachillerato.
Tres de esos cupos se le asignaron al Colegio de San Ignacio,
donde cursamos nuestros estudios de bachillerato Hugo Trujillo
Soto, Rodrigo Vélez Londoño y el suscrito.
Todavía recuerdo las caras de quienes esperábamos
a que se abriera aquella dichosa puerta. En su expresión
se adivinaba fácilmente la emoción de la gran
experiencia vital que estábamos a punto de iniciar y
las inquietudes y expectativas que bullían en los cerebros
de todos. De golpe se presentó en nuestra mesa un hombre
joven, con barba y cabello rizados y de color rojizo ofreciendo
a los neófitos de Medicina y a cómodos
precios unas cajitas de fósforo, que no contenían
fósforos sino unas astillitas de lo que parecía
ser hueso, advirtiéndonos que quienes no tuvieran los
huesillos del oído no íbamos a ganar
la materia que estábamos a punto de iniciar. La importante
transacción no se hizo con nosotros tres, por falta absoluta
de liquidez, pero el asunto nos creó la primera ansiedad
e incertidumbre en nuestros estudios profesionales, al pensar
que sin aquella cajita mágica nos sería poco menos
que imposible ganar anatomía. Nos propusimos entonces
conseguir como fuera el dinero, para hacernos a los pequeños
huesos del oído que aquel hombre joven con aspecto de
sabio ultraterreno nos ofrecía. Afortunadamente no lo
conseguimos durante ese día, ni el siguiente, y digo
afortunadamente, porque quienes los compraron de inmediato,
pronto aprendieron que aquella cajita mágica contenía,
huesos si, pero huesos de pollo. Mas adelante conviviríamos
con aquel simpático estafador que terminó siendo
un psiquiatra de renombre en alguna ciudad del país.
Mientras esperábamos, se especulaba sobre lo que habría
en el interior del edificio donde ingresaríamos en unos
minutos. Para nosotros era un edificio medio misterioso, sobre
todo por lo que se rumoraba acerca de los cadáveres,
que, según decían, eran utilizados por los estudiantes
para el aprendizaje de la anatomía; de dónde venían,
cómo los conservaban, dónde los guardaban.
Algunos nos dimos a recorrer aquella cuadra que va del edificio
de morfología a las verjas de entrada al Hospital de
San Vicente, preguntándonos cuándo sería
nuestra entrada allí en calidad de estudiantes. Pronto
supimos que antes de lograrlo tendríamos que remontar
el ciclo de los estudios básicos, una de cuyas materias
era precisamente la anatomía, que, para entonces, se
cursaba durante los dos primeros años. Pero qué
va. Nuestras ganas de llegar ligero eran más importantes
que el orden establecido. Pronto nos dimos cuenta de que todo
el que se presentara en la portería del Hospital, de
blusa blanca, pasaba, sin someterse a ningún interrogatorio,
y aprendimos también que las personas que ingresaban
en las horas de la tarde a visitar sus parientes hospitalizados,
preguntaban a quien se atravesara con blusa blanca: Doctor,
dónde es que atienden las señoras de parto,
o doctor, dónde es que hacen las operaciones?,
etc. Nos calamos entonces nuestras blusas blancas del anfiteatro
y empezamos a darnos paseos vespertinos por las avenidas del
Hospital, solamente para escuchar que nos llamaran doctor.
Sin decírselo a los demás compañeros, algunos
nos capacitamos para responder con mayor precisión aquellas
gratificantes preguntas, aprendiendo la localización
de la mayoría de las salas de hospitalización
y de las especialidades. Fue así como nos enteramos cómo
para darles nombre a aquellas salas se había consultado
todo el santoral: Santa Margarita, San Roque, Santa Genoveva,
San Rafael, Santa Lucía, Cristo Rey
etc. Pasaría
un buen número de años antes de aprender que la
historia de los hospitales estaba íntimamente ligada
a las guerras y a la ayuda que voluntariamente monjes y monjas
le daban a los enfermos y heridos. Todo esto cambió cuando
Florence Nightingale (1820-1910) le dio a la enfermería
el ordenamiento profesional moderno que hoy tiene. Aún
hoy se les da en Europa el trato de sister (hermana)
a las enfermeras, sin que estas tengan nada que ver con los
conventos.
Este primer encuentro con el Hospital de San Vicente quedó
grabado para siempre en nuestras mentes, como en las mentes
de tantas generaciones de estudiantes. ¡Tantos años
han pasado desde entonces! De golpe nos sorprende la tremenda
realidad. Hace 72 años el Hospital abrió sus puertas
para recibir su primer paciente (1932). Y hace 58, por este
mismo enero que acaba de transcurrir, que unos estudiantes de
medicina que apenas nos iniciábamos, empezamos a recorrerlo.
Algunos lo hemos seguido haciendo por más de medio siglo.
No hay avenida, consultorio, quirófano, sótano
o rincón del hospital que no nos sea familiar. No hay
etapa de su desarrollo arquitectónico que no hayamos
registrado en alguna forma. La imagen que tenemos del hospital
es la imagen de nuestra propia casa. Y lo seguimos recorriendo
58 años después sin que nuestra capacidad de asombro
y sin que la fruición de aquellos paseos vespertinos
para disfrutar del gratificante equívoco doctoral, hayan
sufrido mella. Durante 58 años hemos vivido y crecido
parejo con el Hospital. Durante 58 años hemos sufrido
con sus penurias, con sus falencias, con sus cambios y hemos
disfrutado hasta el delirio, como si fuéramos sus propietarios,
con su progreso, con sus conquistas, con sus triunfos. Y hasta
tenemos la pretensión de haber contribuido en alguna
modesta medida a su crecimiento, desde aquellos remotos tiempos,
cuando entramos por primera vez en contacto con la institución,
que para entonces, era apenas un adolescente con 16 años
de vida funcional. Llegamos aún a presumir en nuestro
interior, de ser poseedores de alguna pequeña parte.
¿Atrevido? ¡Qué va! No es atrevimiento.
Es ese lazo de unión que sutilmente se va tejiendo entre
las instituciones y quienes verdaderamente las sirven, lazo
que algunos llaman sentido de pertenencia. Desde aquellos mis
primeros contactos hace ahora 58 años, con el anfiteatro
(la Universidad) y las avenidas del hospital (el Hospital),
las dos instituciones empezaron a tener en mi mente la imagen
de una empresa única, imposible de separar, indisoluble,
imagen que se fue consolidando con el paso de los años.
Dos instituciones que se complementan para la formación
de los profesionales de la salud, para la asistencia a los enfermos
y para buscar nuevas soluciones mediante la investigación
científica. |
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Bioética
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Humanización y personalización
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Mario
Montoya Toro, M.D. elpulso@elhospital.org.co elpulso@elhospital.org.co
Cada que oímos hablar de humanización de la
medicina, tema importante y de urgente desarrollo en todo
el ámbito médico, nos vienen a la mente unas
palabras del Papa Juan Pablo II, en un discurso a un grupo
de doctores y cirujanos el 27 de octubre de 1980 y que tienen
vigencia permanente.
En el capítulo de su alocución dedicado a la
relación enfermo-médico, dice el Papa: Es
necesario comprometerse en una 'personalización de
la medicina', que llevándola nuevamente a una consideración
más unitaria del enfermo, favorezca la instauración
de una relación con él más humanizada,
es decir, capaz de no lacerar el vínculo entre la esfera
sico-afectiva y su cuerpo dolorido. La relación enfermo-médico
debe volver a basarse en un diálogo hecho de escucha,
de respeto, de interés; debe volver a ser un auténtico
encuentro entre dos hombres libres o como alguien ha dicho,
entre una 'confianza' y una 'conciencia'.
Traemos a colación este texto, porque acentúa
una vertiente demasiado importante de lo que llamamos hoy
en día humanización de la medicina: la de ver
al ser humano no solamente como un miembro de la humanidad
entera, sino individualmente en el encuentro personal entre
médico y paciente, alguien que participa en esa relación
no solo de una manera pasiva sino incluso activamente, de
manera que sea ella una relación verdaderamente humana
o, si queremos decirlo así, humanizada. Personalizar
la medicina es aplicar lo que llamamos humanización
a esa interrelación médico-enfermo que crea
aquella amistad entre ellos de la que hablara Laín
Entralgo, y que es base fundamental de la buena comprensión
mutua y de la eficaz aplicación de unas medidas terapéuticas.
Porque no basta con decir que el paciente es un ser humano,
claro que lo es, y es de capital importancia reconocerlo y
destacarlo, pero es fundamental también reconocer que
esa persona es verdaderamente un miembro de la especie humana,
pero es un ser personal, individual, irrepetible, algo que
había sido reconocido ya por la medicina hipocrática
o por el propio Hipócrates, y que ha sido formulado
en un aforismo que conocemos de vieja data: no hay enfermedades
sino enfermos.
Cada paciente tiene una percepción personal física
y psíquica de su enfermedad, y por consiguiente merece
un tratamiento que vaya dirigido a la enfermedad en él
y no a la enfermedad en cualquier ser de la especie humana.
El médico que siguiere este segundo camino, se estaría
convirtiendo en una especie de robot, una máquina a
la cual bastaría con que el paciente le echara una
cantidad determinada de dinero y le diera una lista de sus
síntomas, para que ella le respondiera con un programa
pre-establecido de tratamiento: esta es la droga que
Usted tiene que tomar. No habría pues la relación
de que hablamos atrás de una confianza
y una conciencia, sino de una incertidumbre
con una cuasi-máquina que sería
el médico. En toda relación auténticamente
humana tiene que existir un encuentro de persona a persona,
de dos seres de la misma especie con igual dignidad, así
uno de ellos esté necesitado en ese momento de la ayuda
del otro, como sucede en el caso de la relación enfermo-médico.
Tenemos que humanizar la medicina, pero tenemos también
que llevar esa humanización al plano de la relación
personal concreta con esa persona como individuo identificable
entre los demás, para responder así como médicos
a las necesidades de toda índole que lo afectan. Muchas
veces el paciente sale de una consulta médica más
enfermo de lo que entró a ella por la actitud
del médico, cuando con displicencia, con falta de sentido
humano y con falta de personalización, le trata prácticamente
como a un objeto, sin permitirle expresar sus inquietudes
ni sus angustias, ni manifestar la más mínima
simpatía. En ocasión anterior mencionamos algunas
de las causas que hoy día propician estas situaciones,
pero no hay que olvidar que muchas veces, la principal causa
está en la personalidad misma del médico, independientemente
de las otras causas. Los médicos somos servidores de
nuestros pacientes y no hay mayor honor para cualquier ser
humano, que servir a los demás.
Llamar al enfermo por su nombre, con lo cual, le estamos diciendo
que lo distinguimos de los demás, que sabemos que es
un ser independiente, contribuyen a una relación médico-paciente
más armónica y más inspirada en los principios
éticos que informan la práctica médica.
Y esto es muy importante destacarlo, sobre todo para quienes
ejercen la docencia en las facultades de medicina, de enfermería
o de profesiones parámedicas distintas, pero particularmente
para los primeros. Ya se ha dicho mucho sobre aquello de que
no se puede hablar con los estudiantes diciéndoles
el 244, el 108 el 102, refiriéndose al número
de la habitación o de la cama que ocupa el enfermo,
sino que hay que decirles siempre algo que les permita a ellos
comprender esa elemental distinción entre lo colectivo
y lo personal o individual. Como tampoco es de recibo que
se hable del cáncer de la habitación o cama
tal, de la leucemia de tal, de la tuberculosis de tal número.
Ni la cama ni la pieza están enfermas de tuberculosis,
ni de ninguna otra cosa: es el paciente mismo el que está
afectado por esas entidades nosológicas. Cuando los
estudiantes aprenden de sus maestros a tratar a los pacientes
como objetos o a identificarlos con el número de una
cama o de una habitación o, lo que es peor, con el
nombre de una enfermedad, como cuando se dice el cáncer
de la 110 o la úlcera de la 24,
empieza en su mente a crearse la idea de que esa es la forma
de tratar al enfermo, y por consiguiente esta mala práctica
se irá transmitiendo de una a otras generaciones médicas,
con el deterioro que es de entenderse en tales circunstancias
de la forma como el médico debe dirigirse al enfermo
mismo o referirse a él frente a los demás. No
está bien tampoco dirigirse al enfermo llamándolo
con apelativos tales como viejo o vieja,
negro o negra, gordo o flaco,
que demuestran falta de consideración o de respecto,
y pueden crear en aquel paciente cierto grado de recelo frente
al médico 6
Nota: Esta sección es una colaboración del
Centro Colombiano de Bioética -Cecolbe-.
Fe de erratas
En la columna Bioética del mes anterior,
el artículo Yo no voy donde el loquero
es del psicólogo Luis Fernando Velásquez Córdoba,
no Luis Fernando Córdoba Velásquez.
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