MEDELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA    AÑO 6    NO 79  ABRIL DEL AÑO 2005    ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co

Reflexión del mes

“Se nos habla de patria. Nosotros también hablamos de ella. Pero la nuestra no es, como la suya, una especie de ciudadela feroz plantada frente a las otras con las cajas fuertes en el centro. Es una patria que no tiene más frontera que el horizonte -como la naturaleza y el espíritu humano- y es demasiado grande para que los explotadores sean capaces de comprenderla”

Fragmento de “Palabras de un combatiente”, del novelista y pacifista francés Henri Barbusse (1873-1935), quién ante la miseria y el dolor, siempre tuvo un gesto lleno de ternura y de piedad por el hombre cuando se torna débil, pequeño e incluso grotesco. En él hay siempre un profundo respeto por la gente sencilla que sufre cada día. Barbusse llamó a la insubordinación, a la indisciplina, a la revolución, porque sin ellas no puede haber paz. Barbusse es paradigma de la intelectualidad de comienzos del siglo XX, de ideas disolventes y nihilistas. Resaltan sus obras “El fuego” y “El infierno”.

 

Reminiscencias del Hospital
Bernardo Ochoa Arismendy Profesor Universidad de Antioquia - elpulso@elhospital.org.co
Se iniciaba el año 1948. Los 60 nuevos estudiantes de medicina nos aprestábamos a ingresar a la primera clase de anatomía, materia que se dictaba, al igual que hoy, en el primer piso del viejo edificio sur de la Facultad de Medicina, en el salón que entonces se llamaba “el anfiteatro”. Mientras se abrían sus puertas, esperábamos sentados alrededor de las mesitas del cafetín, o kiosco, que entonces existía al frente del edificio, en la avenida Juan del Corral. Aunque la mayoría eran amigos y conocidos por haber cursado juntos el bachillerato en el Liceo de la Universidad de Antioquia, otros veníamos de diferentes instituciones. Por norma entonces vigente en la Universidad, la mitad de los cupos para ingresar a la Facultad, se asignaban a los bachilleres de su Liceo y la otra mitad se repartían entre los colegios de Medellín y del país, en el orden que estableciera el promedio de las notas obtenidas durante todo el bachillerato. Tres de esos cupos se le asignaron al Colegio de San Ignacio, donde cursamos nuestros estudios de bachillerato Hugo Trujillo Soto, Rodrigo Vélez Londoño y el suscrito.
Todavía recuerdo las caras de quienes esperábamos a que se abriera aquella dichosa puerta. En su expresión se adivinaba fácilmente la emoción de la gran experiencia vital que estábamos a punto de iniciar y las inquietudes y expectativas que bullían en los cerebros de todos. De golpe se presentó en nuestra mesa un hombre joven, con barba y cabello rizados y de color rojizo ofreciendo a los “neófitos de Medicina” y a “cómodos precios” unas cajitas de fósforo, que no contenían fósforos sino unas astillitas de lo que parecía ser hueso, advirtiéndonos que quienes no tuvieran los “huesillos del oído” no íbamos a ganar la materia que estábamos a punto de iniciar. La importante transacción no se hizo con nosotros tres, por falta absoluta de liquidez, pero el asunto nos creó la primera ansiedad e incertidumbre en nuestros estudios profesionales, al pensar que sin aquella cajita mágica nos sería poco menos que imposible ganar anatomía. Nos propusimos entonces conseguir como fuera el dinero, para hacernos a los pequeños huesos del oído que aquel hombre joven con aspecto de sabio ultraterreno nos ofrecía. Afortunadamente no lo conseguimos durante ese día, ni el siguiente, y digo afortunadamente, porque quienes los compraron de inmediato, pronto aprendieron que aquella cajita mágica contenía, huesos si, pero huesos de pollo. Mas adelante conviviríamos con aquel simpático estafador que terminó siendo un psiquiatra de renombre en alguna ciudad del país.
Mientras esperábamos, se especulaba sobre lo que habría en el interior del edificio donde ingresaríamos en unos minutos. Para nosotros era un edificio medio misterioso, sobre todo por lo que se rumoraba acerca de los cadáveres, que, según decían, eran utilizados por los estudiantes para el aprendizaje de la anatomía; de dónde venían, cómo los conservaban, dónde los guardaban.
Algunos nos dimos a recorrer aquella cuadra que va del edificio de morfología a las verjas de entrada al Hospital de San Vicente, preguntándonos cuándo sería nuestra entrada allí en calidad de estudiantes. Pronto supimos que antes de lograrlo tendríamos que remontar el ciclo de los estudios básicos, una de cuyas materias era precisamente la anatomía, que, para entonces, se cursaba durante los dos primeros años. Pero qué va. Nuestras ganas de llegar ligero eran más importantes que el orden establecido. Pronto nos dimos cuenta de que todo el que se presentara en la portería del Hospital, de blusa blanca, pasaba, sin someterse a ningún interrogatorio, y aprendimos también que las personas que ingresaban en las horas de la tarde a visitar sus parientes hospitalizados, preguntaban a quien se atravesara con blusa blanca: “Doctor, dónde es que atienden las señoras de parto”, o “doctor, dónde es que hacen las operaciones?”, etc. Nos calamos entonces nuestras blusas blancas del anfiteatro y empezamos a darnos paseos vespertinos por las avenidas del Hospital, solamente para escuchar que nos llamaran “doctor”. Sin decírselo a los demás compañeros, algunos nos capacitamos para responder con mayor precisión aquellas gratificantes preguntas, aprendiendo la localización de la mayoría de las salas de hospitalización y de las especialidades. Fue así como nos enteramos cómo para darles nombre a aquellas salas se había consultado todo el santoral: Santa Margarita, San Roque, Santa Genoveva, San Rafael, Santa Lucía, Cristo Rey… etc. Pasaría un buen número de años antes de aprender que la historia de los hospitales estaba íntimamente ligada a las guerras y a la ayuda que voluntariamente monjes y monjas le daban a los enfermos y heridos. Todo esto cambió cuando Florence Nightingale (1820-1910) le dio a la enfermería el ordenamiento profesional moderno que hoy tiene. Aún hoy se les da en Europa el trato de “sister” (hermana) a las enfermeras, sin que estas tengan nada que ver con los conventos.
Este primer encuentro con el Hospital de San Vicente quedó grabado para siempre en nuestras mentes, como en las mentes de tantas generaciones de estudiantes. ¡Tantos años han pasado desde entonces! De golpe nos sorprende la tremenda realidad. Hace 72 años el Hospital abrió sus puertas para recibir su primer paciente (1932). Y hace 58, por este mismo enero que acaba de transcurrir, que unos estudiantes de medicina que apenas nos iniciábamos, empezamos a recorrerlo. Algunos lo hemos seguido haciendo por más de medio siglo. No hay avenida, consultorio, quirófano, sótano o rincón del hospital que no nos sea familiar. No hay etapa de su desarrollo arquitectónico que no hayamos registrado en alguna forma. La imagen que tenemos del hospital es la imagen de nuestra propia casa. Y lo seguimos recorriendo 58 años después sin que nuestra capacidad de asombro y sin que la fruición de aquellos paseos vespertinos para disfrutar del gratificante equívoco doctoral, hayan sufrido mella. Durante 58 años hemos vivido y crecido parejo con el Hospital. Durante 58 años hemos sufrido con sus penurias, con sus falencias, con sus cambios y hemos disfrutado hasta el delirio, como si fuéramos sus propietarios, con su progreso, con sus conquistas, con sus triunfos. Y hasta tenemos la pretensión de haber contribuido en alguna modesta medida a su crecimiento, desde aquellos remotos tiempos, cuando entramos por primera vez en contacto con la institución, que para entonces, era apenas un adolescente con 16 años de vida funcional. Llegamos aún a presumir en nuestro interior, de ser poseedores de alguna pequeña parte. ¿Atrevido? ¡Qué va! No es atrevimiento. Es ese lazo de unión que sutilmente se va tejiendo entre las instituciones y quienes verdaderamente las sirven, lazo que algunos llaman sentido de pertenencia. Desde aquellos mis primeros contactos hace ahora 58 años, con el anfiteatro (la Universidad) y las avenidas del hospital (el Hospital), las dos instituciones empezaron a tener en mi mente la imagen de una empresa única, imposible de separar, indisoluble, imagen que se fue consolidando con el paso de los años. Dos instituciones que se complementan para la formación de los profesionales de la salud, para la asistencia a los enfermos y para buscar nuevas soluciones mediante la investigación científica.
 
Bioética
Humanización y personalización

Mario Montoya Toro, M.D. elpulso@elhospital.org.co elpulso@elhospital.org.co

Cada que oímos hablar de humanización de la medicina, tema importante y de urgente desarrollo en todo el ámbito médico, nos vienen a la mente unas palabras del Papa Juan Pablo II, en un discurso a un grupo de doctores y cirujanos el 27 de octubre de 1980 y que tienen vigencia permanente.
En el capítulo de su alocución dedicado a la relación enfermo-médico, dice el Papa: “Es necesario comprometerse en una 'personalización de la medicina', que llevándola nuevamente a una consideración más unitaria del enfermo, favorezca la instauración de una relación con él más humanizada, es decir, capaz de no lacerar el vínculo entre la esfera sico-afectiva y su cuerpo dolorido. La relación enfermo-médico debe volver a basarse en un diálogo hecho de escucha, de respeto, de interés; debe volver a ser un auténtico encuentro entre dos hombres libres o como alguien ha dicho, entre una 'confianza' y una 'conciencia'”.
Traemos a colación este texto, porque acentúa una vertiente demasiado importante de lo que llamamos hoy en día humanización de la medicina: la de ver al ser humano no solamente como un miembro de la humanidad entera, sino individualmente en el encuentro personal entre médico y paciente, alguien que participa en esa relación no solo de una manera pasiva sino incluso activamente, de manera que sea ella una relación verdaderamente humana o, si queremos decirlo así, humanizada. Personalizar la medicina es aplicar lo que llamamos humanización a esa interrelación médico-enfermo que crea aquella amistad entre ellos de la que hablara Laín Entralgo, y que es base fundamental de la buena comprensión mutua y de la eficaz aplicación de unas medidas terapéuticas.
Porque no basta con decir que el paciente es un ser humano, claro que lo es, y es de capital importancia reconocerlo y destacarlo, pero es fundamental también reconocer que esa persona es verdaderamente un miembro de la especie humana, pero es un ser personal, individual, irrepetible, algo que había sido reconocido ya por la medicina hipocrática o por el propio Hipócrates, y que ha sido formulado en un aforismo que conocemos de vieja data: “no hay enfermedades sino enfermos”.
Cada paciente tiene una percepción personal física y psíquica de su enfermedad, y por consiguiente merece un tratamiento que vaya dirigido a la enfermedad en él y no a la enfermedad en cualquier ser de la especie humana.
El médico que siguiere este segundo camino, se estaría convirtiendo en una especie de robot, una máquina a la cual bastaría con que el paciente le echara una cantidad determinada de dinero y le diera una lista de sus síntomas, para que ella le respondiera con un programa pre-establecido de tratamiento: “esta es la droga que Usted tiene que tomar”. No habría pues la relación de que hablamos atrás de una “confianza” y una “conciencia”, sino de una “incertidumbre” con una “cuasi-máquina” que sería el médico. En toda relación auténticamente humana tiene que existir un encuentro de persona a persona, de dos seres de la misma especie con igual dignidad, así uno de ellos esté necesitado en ese momento de la ayuda del otro, como sucede en el caso de la relación enfermo-médico.
Tenemos que humanizar la medicina, pero tenemos también que llevar esa humanización al plano de la relación personal concreta con esa persona como individuo identificable entre los demás, para responder así como médicos a las necesidades de toda índole que lo afectan. Muchas veces el paciente sale de una consulta médica “más enfermo” de lo que entró a ella por la actitud del médico, cuando con displicencia, con falta de sentido humano y con falta de personalización, le trata prácticamente como a un objeto, sin permitirle expresar sus inquietudes ni sus angustias, ni manifestar la más mínima simpatía. En ocasión anterior mencionamos algunas de las causas que hoy día propician estas situaciones, pero no hay que olvidar que muchas veces, la principal causa está en la personalidad misma del médico, independientemente de las otras causas. Los médicos somos servidores de nuestros pacientes y no hay mayor honor para cualquier ser humano, que servir a los demás.
Llamar al enfermo por su nombre, con lo cual, le estamos diciendo que lo distinguimos de los demás, que sabemos que es un ser independiente, contribuyen a una relación médico-paciente más armónica y más inspirada en los principios éticos que informan la práctica médica.
Y esto es muy importante destacarlo, sobre todo para quienes ejercen la docencia en las facultades de medicina, de enfermería o de profesiones parámedicas distintas, pero particularmente para los primeros. Ya se ha dicho mucho sobre aquello de que no se puede hablar con los estudiantes diciéndoles el 244, el 108 el 102, refiriéndose al número de la habitación o de la cama que ocupa el enfermo, sino que hay que decirles siempre algo que les permita a ellos comprender esa elemental distinción entre lo colectivo y lo personal o individual. Como tampoco es de recibo que se hable del cáncer de la habitación o cama tal, de la leucemia de tal, de la tuberculosis de tal número. Ni la cama ni la pieza están enfermas de tuberculosis, ni de ninguna otra cosa: es el paciente mismo el que está afectado por esas entidades nosológicas. Cuando los estudiantes aprenden de sus maestros a tratar a los pacientes como objetos o a identificarlos con el número de una cama o de una habitación o, lo que es peor, con el nombre de una enfermedad, como cuando se dice “el cáncer de la 110 “ o “la úlcera de la 24”, empieza en su mente a crearse la idea de que esa es la forma de tratar al enfermo, y por consiguiente esta mala práctica se irá transmitiendo de una a otras generaciones médicas, con el deterioro que es de entenderse en tales circunstancias de la forma como el médico debe dirigirse al enfermo mismo o referirse a él frente a los demás. No está bien tampoco dirigirse al enfermo llamándolo con apelativos tales como “viejo” o “vieja”, “negro” o “negra, “gordo” o “flaco”, que demuestran falta de consideración o de respecto, y pueden crear en aquel paciente cierto grado de recelo frente al médico 6
Nota: Esta sección es una colaboración del Centro Colombiano de Bioética -Cecolbe-.
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Fe de erratas

En la columna “Bioética” del mes anterior, el artículo “Yo no voy donde el loquero” es del psicólogo Luis Fernando Velásquez Córdoba, no Luis Fernando Córdoba Velásquez.

 











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