MEDELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA      AÑO 3      Nº 32      MAYO DEL AÑO 2001      ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co
  Generales
 

¡Al hospital por favor!
Martha Rodas
Periodista Medellín

Augusto repite su nombre mientras camina rumbo al hotel que le sirve de casa desde hace más de dos años. Ha olvidado los rostros de quienes crecieron junto a él y también ha olvidado el sentimiento que alguna vez le unió a una familia. Hoy no le duele el recuerdo, porque sencillamente ya no existe en su mente. Y cada noche, de camino a ese hotelito del centro de la ciudad, a esa guarida de solitarios en la que se esconde del mundo y huye por unas horas del abandono que enfrenta un día tras otro desde que se levanta, repite su nombre como una plegaria para que todo esto termine algún día.

 

Augusto repite su nombre mientras camina rumbo al hotel que le sirve de casa desde hace más de dos años. Ha olvidado los rostros de quienes crecieron junto a él y también ha olvidado el sentimiento que alguna vez le unió a una familia.

 


Se fue de su casa desde muy joven, pues las posibilidades de estudio eran limitadas y no quería quedarse con los brazos cruzados. Recorrió casi todo el país trabajando como cotero en las terminales de carga y en casi todos los puertos fluviales. Fue cocinero en restaurantes de municipios turísticos, entre ellos La Pintada, Honda, Caucasia y Santa Rosa de Cabal. Pero cuando las cosas comenzaron a ponerse difíciles, regresó a Medellín en busca de su familia y se encontró con la desafortunada noticia de que ya no vivían en la casa que siempre fue de ellos. Las vacas flacas también habían llamado a su puerta y no les quedó más remedio que vender por mucho menos lo que tanto esfuerzo les había costado, empacar e irse. Nada sabían los vecinos de su paradero.


Para resumir, desde ese día, lo único propio que le acompañó fue un par de zapatos y una gabardina. Lo demás vino de la caridad y la compasión de la gente que en los semáforos bajaba sus ventanillas para darle una moneda y, posteriormente, de su carreta de reciclaje. Sin embargo, tras el reciclaje llegó la marihuana y el bazuco y tras ellos, la decadencia. Ahora, con 60 años en el cuerpo y siglos en el alma, se encuentra suspendido más que nunca en el abismo de la soledad, enfermo y ausente de la realidad. La psicosis a la que conduce la droga lo mantiene delirante. Y nadie puede hacerse cargo de él, no tiene amigos y de su familia definitivamente nunca supo nada.

Una día amaneció a las puertas de un lugar, que para algunos representa la seguridad, el calor de hogar o simplemente el alivio físico que les permite continuar sobreviviendo. Los hospitales que atienden población de escasos recursos asisten con frecuencia casos como el de Augusto, sobre todo en las ciudades, donde el abandono abunda más que el pan. Para personas como éstas, en alto riesgo de drogadicción, desnutrición y prostitución, entre otras realidades propias de la vida en la calle, un hospital, lejos de ser el espacio en el que sus dolencias serán atendidas, se convierte también en la posibilidad de disfrutar por unos días (o meses) de un techo seguro, de los cuidados que sus familias no les brindan y de la alimentación que, a duras penas, consiguen mientras recorren las calles.

La gente que ingresa a estos centros de salud, llega casi siempre por urgencias o solicitando atención inmediata. Por lo general entran solos o son traídos por algún desconocido que les prestó ayuda para llegar hasta allí. Después de darles los primeros auxilios, diagnosticarles e internarlos -bien sea para dejarles en observación por unos días o porque sus casos requieren tratamiento hospitalario-, comienza la indagación por familiares o personas cercanas, de manera que se les pueda avisar para que vengan a verles y para que de regreso a casa sigan al pie de la letra las recomendaciones de los médicos.

Ese es, justamente, el momento en el que las historias salen a la luz y queda claro, en algunos casos, que estas personas no serán recibidas de nuevo en sus hogares. En otros, no es posible ubicar a los familiares, no hay datos que ayuden a dar con su paradero o simplemente, estos niegan cualquier parentesco, con tal de no tener que cargar con un enfermo, vago y “sin vergüenza”, que sólo ha traído tristeza y problemas a sus seres queridos, dicen.

Casos por montones
Y es que las situaciones de estos pacientes que son dejados en los centros salud indefinidamente y por los que nadie responde, aunque no son las mismas, sí conservan un patrón muy similar para los diferentes grupos poblacionales. Los menores de edad que ingresan a los hospitales y a las unidades intermedias de salud, que son los que con mayor frecuencia cubren este tipo de casos, por ejemplo, son una población muy vulnerable que se encuentra en estado de indigencia, producto de maltrato infantil o violencia intrafamiliar; algunos de los que llegan tienen problemas de fármacodependencia o alcoholismo, otros de estos menores se han involucrado en actividades delictivas y por ese motivo sus padres les rechazan y otros son militantes de grupos armados y han sido expulsados de sus familias por el riesgo al que les exponen; también hay casos de niños indígenas que son dejados por sus familias en la ciudad y de menores sometidos a abusos de carácter sexual, que huyen de sus hogares sin explicar las razones y cuando las trabajadoras sociales de los hospitales buscan a sus familias para que se los lleven a casa, los califican como “ingratos” y se niegan a recibirles de nuevo.

El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar es la instancia estatal que se ocupa de los menores y les remite de los hospitales a los albergues, de los que terminan fugándose, porque en la calle han encontrado una forma de vida alejada de cualquier esquema impuesto y es a eso, precisamente, a lo que se han acostumbrado.

Con los adultos, la cosa no es muy diferente. En este grupo se cuentan padres abandonadores, indigentes, prostitutas, drogadictos, delincuentes, desplazados con sus familias desarticuladas, mujeres multigestantes con hijos de varios padres, rechazadas por sus familias y sus compañeros,jóvenes abortantes marginadas por preceptos religiosos y madres con hijos fuera del matrimonio. En este grupo poblacional, que va desde los 18 hasta los 59 años, es claro que el abandono en los centros de salud se da, en varios de los casos, por asuntos de la tradición, muy arraigados todavía en esta cultura, pero también por asuntos que la misma situación de conflicto que atraviesa el país ha provocado.

Las Secretarías de Bienestar Social Municipales tienen programas de atención, pero no cuentan con la capacidad y la cobertura suficiente para atender a tanta gente que se encuentra en estado de desprotección, pues una de las exigencias para darle trámite a las ayudas es que las personas sean indigentes y esa sólo es una de las causas de abandono en los hospitales.

Por último, en el caso de los ancianos, como don Augusto, la situación es bastante crítica. Son dejados en los hospitales por considerarles una carga para las familias, otros presentan daños neurológicos que implican tratamientos ambulatorios o deficiencias respiratorias que requieren oxígeno de por vida y sus familias no pueden asumir los costos de una atención médica domiciliaria permanente. Algunos son HIV positivos o tienen tuberculosis reactiva a los medicamentos y no son aceptados en sus hogares por miedo al contagio y hay un grupo de la tercera edad sin familia, que vive en invasiones y se sostiene por medio del reciclaje, pero que al quedar incapacitados por alguna razón, no tienen quién se haga cargo de ellos.

 

Sin embargo, para él, el hospital se convirtió en un segundo hogar: hizo amigos, se volvió un personaje reconocido en el pabellón, come bien, duerme bien, nadie le juzga y le tratan como una persona.

 


Ese es el cuadro, en breve,de los casos de abandono que atienden los hospitales universitarios, los de caridad y las unidades intermedias de salud de los barrios marginales en nuestro país. Pueden recibir entre siete y ocho pacientes semanales en estas condiciones y ha sucedido que su estancia en estos lugares se prolonga por meses, después de ser dados de alta, mientras se les resuelve la situación familiar, ya sea por la vía legal por medio de las acciones de tutela o porque los departamentos de trabajo social contribuyen a que se suavice la situación y les acojan de nuevo, o porque el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar y las Secretarías de Bienestar Social de los Municipios los asisten. Eso le representa a estos centros de salud unos costos altísimos, de millones de pesos mensuales, sólo por ocupar una cama, sin contar con el suministro de los medicamentos, en los casos que se requiere tratamiento permanente.

La noticia paradójica, después de todo, es que muchos no se quieren ir, aún después de que sus familias aceptan llevárselos a casa. Don Augusto por ejemplo, lleva cuatro meses en el hospital después de haber sido dado de alta y no tiene donde ir. Lo más probable es que pronto la Secretaría de Bienestar Social le resuelva su situación, pues su caso ya está en trámite. Sin embargo, para él, el hospital se convirtió en un segundo hogar: hizo amigos, se volvió un personaje reconocido en el pabellón, come bien, duerme bien, nadie le juzga y le tratan como una persona. En fin, todo lo que no encuentra en la calle está en este sitio. Pero ese es otro cuento por contar.

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