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Un último baile

Por: Por: Damián Rúa Valencia. Magister en Literatura Francesa comparada Universidad de Estrasburgo – Francia
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No hay personaje más inquietante ni más injustamente tratado en toda la historia que la Muerte. Tan temida como el Yahvé o el Jehová (según las vocales que se le quieran poner) del Antiguo Testamento, aunque menos altiva y más cotidiana. Nadie sabe si la muerte es dios o diosa, si es una o son varias, si es rica o pobre ni si es de naturaleza mortal como todos nosotros. Unas veces va de harapos, otras de gala; en ocasiones se toma la molestia de venir a buscarnos, otras tantas, le basta con cortar un simple hilo. En la Edad Media la representaban como una señora muy vieja y en embarazo. Saramago hasta se da el lujo de licenciarla momentáneamente en las Intermitencias de la muerte. Entre tantas conjeturas, lo único que parece cierto es que pocos quisieran verle la cara.

“Ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente”, dice una de las famosas Máximas del moralista clásico François de La Rochefoucauld. Yo recuerdo los escalofríos que me recorrían toda la espina cada vez que visitaba, a plena luz del día, el cementerio de San Pedro. Se me paralizaba el corazón no tanto por la posibilidad de encontrarme en mi camino con uno de esos espíritus errantes que, según dicen, aparecen de cuando en cuando, sino más bien por su estrepitosa ausencia. Es decir, por el silencio imperante y por la desolación de las inscripciones que resumen la brevedad de la vida.

Me daban escalofríos, pero por alguna extraña razón, me pasaba mis tardes de colegial visitando tumbas que con el tiempo se han vuelto anónimas en mi memoria. O han terminado por confundirse con la que me aguarda algún día (esperemos lejano).

La muerte, al igual que el sol, deslumbra al mismo tiempo que cautiva. Es la única forma de explicar la mezcla de terror y de entusiasmo que suscita.

Los artistas medievales lo sabían muy bien. Durante esa época convulsa que fue la Edad media, asolada por pestes, guerras intestinas y hambrunas, se forjó toda una reflexión sobre la finitud de la vida que, en lugar de negarla, buscaba poner en perspectiva los méritos humanos.

De esa época son los hermosos versos de Jorge Manrique: “Recuerde el alma dormida, /avive el seso y despierte/contemplando/cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte/tan callando”.

Pero quizá la expresión más acabada de ese pensamiento sea lo que se conoce como Danzas de la muerte o danzas macabras, por su nombre en francés.

Yo tuve la fortuna de verlas hace unos cuantos años, durante una exposición, porque para visitar las originales hay que desplazarse hasta abadías apartadas y desperdigadas por toda Europa. A veces en villorrios que, o no saben o se avergüenzan de tener semejantes espectáculos moribundos en sus iglesias, lo que hace más difícil encontrarlas.

A más de quinientos años, siguen teniendo efecto sobre la gente. Recuerdo haberle escuchado a una señora en la entrada de la exposición: “¡Qué horrible, a quién le pueden gustar esas cosas tan feas!”. Y es que son representaciones pictóricas, muy originales, de la muerte. En ellas se la ve acompañada de esqueletos que tocan instrumentos, hacen cabriolas y van invitando a todos los mortales a seguirle el paso.

Sin embargo, su origen es más vivo. Según cuenta Chateaubriand en sus Memorias de ultratumba, eran, en un principio, representaciones católicas casi teatrales en las que un cura recitaba, a manera de sermón, los diálogos entre la Muerte y los vivos.

Se sabe que una de las primeras se llevó a cabo en 1424 en el desaparecido cementerio de los Santos Inocentes, en pleno corazón de París, donde luego mandaron decorar los muros con los personajes de la Danza, acompañados de inscripciones. De ahí se popularizaron sobre todo en el norte de Francia, en países como Alemania, Suiza, Lituania y, en menor medida, Italia y España.

Pero la Muerte, que no perdona ni sus propios excesos, terminó por llevarse la mayor parte de ellas. Quedan sólo fragmentos más o menos bien conservados en iglesias, lejos de las vicisitudes del turismo, y los magníficos grabados de Holbein el joven. En una pequeña capilla de Wolhusen, cerca de Lucerna, se conserva aún un mural que tiene la particularidad de estar decorado con cráneos reales.

El objetivo de las Danzas era claramente moral: recordar a las personas su condición mortal, como se hacía en la antigua Roma, cuando después de una batalla victoriosa, un esclavo le susurraba al oído al general invicto Hominem te esse memento, “recuerda que no eres más que un hombre”.

Pero la originalidad está en el orden y en la asociación de dos elementos dispares: la muerte y la danza.

Al igual que cualquier coreografía, las danzas macabras están regidas por reglas artísticas precisas. Pasos que se deben suceder unos a otros para que la obra no quede chueca. Así, cada uno debe entrar en el momento justo. El primero en hacerlo es el autor que desde atrás de un atril advierte a “las criaturas razonables”, es decir nosotros, que van a ver lo que son realmente, su “retrato verdadero”, porque “Es la danza de los Macabeos, / donde cada uno aprende a danzar, / Pues esta obstinada barca no perdona a grande ni a pequeño”. Viene después la Muerte, armada ya de instrumentos musicales, ya de una hoz o de un ataúd, e invita uno por uno a los asistentes a unirse a su baile.

Cada persona representa uno de los oficios o de las condiciones de la época que siguen una sucesión jerárquica alternando entre clérigos y laicos. El honor de comenzar la ronda le corresponde al papa, como autoridad suprema, pero cuya santidad e incienso no le sirven de nada para disuadir a la muerte. Viene después el emperador que con desagrado pregunta a quién hay que recurrir para dilatar la cosa. Les siguen el cardenal, el rey, el duque, hasta llegar al ermitaño, al pastor y al niño. Pues la muerte a todos golpea por igual sin importar la jerarquía. A los ricos y poderosos, se los lleva pese a su riqueza; a los jóvenes, a pesar de sus bríos. En una versión anónima en español se puede leer:

“¿Qué locura es esta tan manifiesta /que piensas tú, hombre, que otro morirá / y tú quedarás, por ser bien compuesta /la tu complexión, y que durará? (…) Avísate bien: que yo llegaré /a ti a deshora, y no tengo cuidado / que tú seas mancebo o viejo cansado, / y cual yo te hallare, tal te llevaré”.

Y aunque las primeras solo incluían hombres, para que nadie se quedara por fuera, el editor parisino Guyot Marchant hizo imprimir en 1494 unas danzas macabras femeninas. Lo que se hace por la igualdad…

Sin embargo, no todo es fatalidad. Las danzas macabras no estaban destinadas sólo a asustar a las buenas gentes, sino más bien a despojarlas de vanidades mundanas y a encaminarlas por el sendero de las virtudes cristianas. Por eso, las inscripciones abundaban en consejos a la intención de aquellos que quisieran oírlos. Inclusive la obra de París comienza con los siguientes versos:

“Oh, criatura razonable, /Que deseas la vida eterna / Mira aquí una doctrina notable / Para acabar la vida mortal”. Lo importante era la otra, la del más allá, la que consuela a los pobres y desbarata las ambiciones de los poderosos.

Además, por feas que puedan parecer las calaveras, al verlas uno no puede reprimir una sonrisa. Sobre todo, porque antes de llevarse a los vivos, la Muerte los imita: aparece con sus ropas, finge sus ademanes, y los llama, un poco ridiculizados es cierto, pero con cortesía.

Aquel gesto podrá parecer una tontería, pero, ya que no podemos esperar un paraíso del otro lado ni el consuelo de los pobres, y que el único poderoso que cae es el de la montaña, consolémonos con dejar este mundo, no en el silencio de mis tardes de colegio, sino en la agradable compañía de una bailarina y burlándonos de nosotros mismos.


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