MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 320 MAYO DEL AÑO 2025 ISNN 0124-4388
Lo despertó un ruido que se repetía desde sus sueños. Humberto se levantó de la cama sin siquiera restregar sus párpados, como si no hubiese tenido un sueño profundo. Caminó hasta una pequeña mesa de madera con un vaso encima. Dentro del recipiente se movía un alacrán sobre el agua; intentaba salir desde un lado y otro, pero parecía que sus patas se resbalaban al tratar de escalar. No era el ruido del sueño.
―Hasta que por fin te acercaste ―dijo en voz alta, aunque sabía que estaba solo―. Ahora yo también lo tengo que intentar.
El piso estaba frío; esa zona nunca alcanzaba temperaturas como para arroparse. Fue hasta la cocina y raspó de una yuca aplastada de ayer; nunca comía algo fresco. Masticó solo unas cucharadas y tapó la olla. Se acostumbró a comer poco en las mañanas; esperaba no preocuparse por el almuerzo.
Llegó a la terraza que llevaba a la trocha principal de la vereda. Se paró en el umbral de la puerta, con la olla en su mano, imaginando rayos del sol que lo calentaran. La yuca que se comió enfrió su estómago y le hizo temblar; dejó la casa sin cerrar la puerta.
Por la trocha había alguien pálido y sucio, arropado en una sábana de tela con agujeros. La jaló y se levantó Pablo.
―No recuerdo que saliera temprano para recoger la siembra ―dijo Pablo.
―Hoy no voy a recoger. Voy a abrir el portón; quiero ver el cuerpo que está allá abajo.
Pablo alzó las cejas. Nunca lo vio abrir esa cerca hecha con tablas para corral, que llevaba a una pendiente llena de malezas. Había una serpiente que tanto advertía Humberto y que lo hacía apurarse a recoger los cultivos todos los días por miedo de que lo mordiera. Según él, había un cuerpo asesinado por la picadura. Pablo, que siempre dormía a la intemperie, no notaba nada, pero sí sentía un movimiento en su brazo cuando pasaba el supuesto reptil.
Ambos caminaron por el sendero pedregoso de la trocha y llegaron hasta el portón.
―Ahora hazme un favor y éntrate a la casa, descansa bien y trata de bañarte y lavar esa sábana que tienes llena de polvo ―le pidió, luego de abrir la entrada―. Pero ten cuidado con una alacrán. Llevo meses tratando de matarla, pero es muy rápida y cuando la vi en el cuarto, olvidé hacerlo.
―Ni yo ni nadie hemos visto un alacrán por aquí; quizás su sangre las atrae.
Humberto no respondió. Solo puso una mirada desanimada y sus labios le temblaron al ver la palidez de Pablo, sin importar cuánta comida le diera.
―Usted es el único que no se aleja por ver mi brazo.
―Me hablas de “único”, pero yo llevo meses sin ver a alguien acá.
―Se acostumbró.
Se despidieron con unas palmadas en el hombro. Pablo fue a la casa mientras botaba fluidos a su paso; Humberto no se inmutó y comenzó a bajar la pendiente. Los dos andaban arropados en mantas y ninguno llegó a conocer el frío.
Siempre procuró nunca pasar el portón porque en las noches escuchaba algo arrastrarse por los matorrales. Le contaba a Pablo que allí vivía la serpiente y le prohibió entrar. Debía ser un animal grande, porque cuando pasaba cerca de un arbusto, jalaba tanto sus ramas con el movimiento que a veces sonaba un crujido.
A pesar de nunca pisar sobre esas tierras, el pasto y la maleza no eran tan altos como para nunca haber sido podados. Alguien las pudo cortar en un tiempo lejano y se mantuvieron así. Pensó en lugares donde todo permanece igual, donde hiciera lo que hiciera nada cambiara. ¿Hasta qué punto era entonces igual huir de una bestia que no le dejaba explorar la supuesta vereda? Que ni siquiera comprendía el nombre porque no había nadie, solo Pablo y él. ¿Hasta qué punto nada variaba en comer de la yuca y las frutas que recogía, con las que nunca adelgazaba?
Una brisa hizo temblar sus brazos desnudos. Si miraba al fondo de la pendiente, la luz del sol caía pesada sobre unos árboles; el fogaje que emanaba deformaba su figura a la vista. Podía recordar unos días tan calurosos que toda su espalda transpiraba, pero ahora solo le provocaba taparse.
Notó que el viento no jaló las hojas de los árboles lejanos. No era una brisa: algo largo y grueso se movía por las ramas y daba golpes de aire. Pudo voltearse para comprobarlo, pero nunca fue capaz de hacer algo así. Quiso recordar la razón de por qué necesitaba ver el cuerpo. Entonces solo corrió, ignorando el ruido de lo que venía detrás.
Pero él sabía lo que tenía que hacer. Fue hasta una piedra y se detuvo, justo donde podía estar el cuerpo.
Por meses se asustó de una serpiente y por meses cazó un supuesto alacrán esquivo que siempre huía de él y no lo dejaba dormir profundo. Ahora esta última se le entregaba en su propio vaso. ¿Por qué él no podía hacer lo mismo? ¿Qué le faltaba?
―¿Podría morir por una picadura de alacrán, como te pasó a ti con la serpiente? ―se dijo, de nuevo en voz alta, como si alguien lo pudiera escuchar. Alguien que deseaba contarle todo, pero prefirió invitarlo por fin a su casa. Una sábana de hojarasca ocultaba algo: era el cuerpo que decía.
Detrás suyo vino algo arrastrándose. Él seguía sin voltearse; podía incluso escuchar leves respiraciones. Estaba cerca. No quería morir por algo así. ¿Y cómo iba a impedirlo, si así lo hizo con Pablo, cuando el pobre tocaba la puerta y este solo lo ignoró? Lo que sea que estaba detrás se agrandaba; quizás tenía colmillos y veneno. Vio con detalle el cuerpo: se parecía mucho a él, incluso en la palidez. No recordaba ni por qué murió, pero él ya no era lo importante. La serpiente lo asustaba, pero cuando recordó que él ya estaba en la casa, sintió calor por primera vez en meses.
Pablo entró al hogar, se lavó la cara y puso sus sábanas sucias en agua. Fue al cuarto y miró un vaso sobre una pequeña mesa: solo había agua. Se remangó uno de sus brazos y notó, por primera vez en meses, unas mordeduras con un tono morado. Recordó en aquel momento que no pudo huir de la serpiente. Sabía el sitio al que tenía que ir ahora, pero antes, decidió darse una cálida siesta.
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