MEDELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA    AÑO 14    No. 168  SEPTIEMBRE DEL AÑO 2012    ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co






 

 

 

¿Por qué falla nuestro sistema de salud?
[Guardemos el recetario]
Iván Arroyave, MSC PhD student in Health Sciences - specialization in Public Health - Netherlands Institute for Health Sciences (NIHES), Erasmus University MC - Rotterdam, Países Bajos - elpulso@elhospital.org.co

¿Por qué fallan las naciones? (¿Why nations fail?). Este reciente libro (mayo de 2012) de Daron Acemoglu y James Robinson, reputados investigadores mundiales en macroeconomía, expone una avezada teoría que ha empezado a calar entre los expertos como uno de los más sugestivos hitos sobre el tema del desarrollo.
Es un texto que ilustra, con casuística de sociedades alrededor del mundo y a lo largo de la historia de la humanidad, las razones de la prosperidad en una sociedad, o de su ausencia. Su gran particularidad es enfocarse en el papel que juegan las instituciones incluyentes, y el poder de un Estado centralizado y fuerte, como pilares fundamentales del desarrollo.
De la tiranía a la prosperidad
Los autores fustigan al empezar las teorías cultural y geográfica que en su momento pretendieron explicar las razones de la diferencia de riqueza entre los países. Y al terminar por supuesto, que dan cuenta del fracaso de las reformas estructurales de los noventa (lo que llamábamos un poco panfletariamente neoliberalismo cuando lo padecíamos), y sus nuevas vertientes de los micro-fallos del mercado. Para Acemoglu y Robinson no hay una receta para aliviar los males que aquejan nuestras sociedades extraviadas. Mala noticia para muchos académicos que nos la hemos pasado recetando soluciones -por ejemplo para nuestro sistema de salud- como si estuviéramos en nuestro consultorio particular prescribiendo un remedio para la tos.
A través del análisis de experiencias exitosas de consolidación del Estado, en las que por supuesto la democracia inglesa recibe la corona de laureles, el libro expone cómo opera el cambio a la prosperidad cuando una sociedad da un giro a partir de instituciones políticas excluyentes -que llevan aupadas instituciones económicas de la misma índole- a instituciones políticas, y en consecuencia económicas, incluyentes. Pero estos cambios, reiteran los autores, no se dan de buenas a primeras porque la cultura de una nación sea ésta o aquélla. O porque los tecnócratas de turno sean especialmente sabios y bienintencionados. Son cambios que se dan porque las sociedades se movilizan -no necesariamente de manera pacífica- y revierten las tendencias extractivas de sociedades que podríamos llamar pre-modernas para hacerlas incluyentes, al favorecer la iniciativa privada y abrir espacios a grupos sociales cada vez más amplios. O sea, más o menos lo que venimos haciendo en Colombia en las últimas décadas, pero al revés. Digo, partiendo del hecho de que capitalismo y feudalismo son cosas distintas. Es que, ¿qué se puede esperar de un país en que los grandes potentados no son creativos como Gates o Jobs, sino ganaderos?
“En el sistema de salud hay que hacer [interminables]
ajustes de incentivos y controlar en lo posible nuestra
inmanente corrupción, pero no esperar que un
articulado aprobado en el Congreso cambie lo que
no cambiemos nosotros”.
Iván Arroyave

De alguna manera el libro hace un recuento histórico semejante en mucho a la lucha de clases de Marx-Engels, pero con la economía de libre mercado como el ideal a seguir. ¿Contradictorio? No, no lo es, no para los ciudadanos de una democracia madura. Para nosotros los colombianos talvez sí, porque estamos todavía en una encrucijada que los Estados exitosos ya superaron hace rato: el paso de una sociedad desigual, de servidumbre, con el acto electoral como un ritual apenas paliativo, a una democracia real en que las personas y grupos tienen participación y poder real de decisión, y tienen oportunidad de explotar al máximo su potencial.
Parecería increíble que en plena coyuntura hacia el cambio estemos indecisos, pero es así. De hecho, el libro dedica a nuestro país una sección (“¿Quién es acá el Estado?”), para explicar -por supuesto- el ejemplo de un Estado fallido, en nuestro caso por la falta de una autoridad centralizada sólida, un requisito sine qua non para el éxito, según lo enunció Weber hace mucho ya (el célebre “monopolio legitimo de la violencia”). El episodio que describen los autores para ilustrar a Colombia es bastante vívido y macondiano: discurre durante ese desastre para la democracia que se configuró en la década pasada, en que la mafia y el Estado no se distinguían siquiera, con la anuencia de buena parte de la sociedad. Anuencia todavía explícita si hemos de ser crudos.
Recetas para el sistema de salud colombiano
Todo esto como una simple síntesis para hacer una versión libre y no autorizada de la obra de Acemoglu y Robinson, aplicada a nuestro fallido sistema de salud. (Por razones de espacio me guardo las muchas reservas que tengo frente a las brillantes hipótesis de los autores). Bueno, para empezar, me permito a mi vez (sin ningún derecho) fustigar a los sabios que pretenden tener la solución a nuestra problemática en sus mentes privilegiadas, y esto lo hago tomando como base uno de los corolarios de ese libro: Las recetas NO funcionan. Ni las neoliberales -ya lo experimentamos en Colombia- ni las otras. Por principio, parece bastante ingenuo plantear que, como este sistema no funcionó, volvamos al anterior… ¡que tampoco funcionó! Convendría talvez considerar más bien si los que no estamos funcionando somos nosotros, y no achacarle las culpas a los sistemas que implementamos. Parece un poco anacrónico el debate de si lo que necesitamos es un modelo tipo inglés (un sistema nacional de salud gratuito y universal) o tipo alemán (seguridad social). Ese ha sido el primero y más terco de nuestros errores: poner nuestras esperanzas en microestructuras, por demás foráneas, que de modo inevitable y previsible van a fallar. El sistema tipo inglés no funcionó por la sencilla razón de que no estamos en Inglaterra. Pero seguimos confundiendo Dinamarca y Cundinamarca.
Y no estamos aprendiendo de nuestra propia historia, nos la seguimos negando: Por mucho que nos pese a quienes hemos militado en la izquierda, el más certero puntillazo al que [mal] llamábamos Sistema Nacional de Salud (SNS) en Colombia (1976-1993) se lo dio el mismo sindicalismo: Cuando se trató de eliminar el aseguramiento, incompatible por supuesto con un supuesto SNS, se armó la tozuda huelga del entonces ICSS (1977), apoyada por interesadas centrales obreras de cuyo nombre no quiero acordarme, en que las oligarquías laborales garantizaron y aumentaron sus prerrogativas. En ese trance fue que nació la divinización del carnet como garantía de derecho para algunos. Y claro, se dejó a los colombianos de a pie los restos del desintegrado SNS: Ese sistema “para pobres” que era el sistema hospitalario. Los colombianos sí queremos la igualdad, claro, siempre que se respete el hecho de que hay unos más iguales que otros.
Se nos olvida también que el precursor del sistema actual lo edificó la misma clase media, que para poder garantizarse un carnet (siempre el carnet) se volcó a la naciente medicina prepagada a finales de los ochenta, y que respiró con alivio cuando le dieron un carnet (el sacrosanto carnet) por su vinculación laboral después de la reforma del 93. La culpa no es del carnet (alabado sea el carnet): es de nosotros. Es más: la plata pasó de los servicios departamentales de salud y el ISS a las actuales aseguradoras, y la corrupción y los corruptos hicieron por supuesto el mismo tránsito. ¿Adonde se supone que vamos a llevar ahora la plata ahora dizque para esconderla de los corruptos? ¡No seamos ingenuos!
En fin, si de algo tratan Acemoglu y Robinson es de historia. Por ejemplo de la épica historia de la democracia inglesa, que tras un tortuoso devenir que empieza desde la promulgación de la Carta Magna (1215) consolida un nuevo modelo de Estado democrático en la incruenta Gloriosa Revolución (1688), logrando un progresivo y tenaz fortalecimiento hasta nuestros días. O la insólita independencia de los Estados Unidos (1776) con su modelo demasiado incluyente y democrático para la época, mientras en las colonias españolas sufríamos la devastación de instituciones harto extractivas, como la mita y la encomienda, cuyas consecuencias aún se palpan en nuestras economías. O la sangrienta Revolución Francesa (1789) y las también sangrientas sucedáneas guerras napoleónicas que diseminaron el nuevo modelo republicano por Europa occidental y lograrían dar al traste de manera definitiva con el Ancient regime.
En fin, talvez deberíamos ponernos a forjar con juicio nuestra propia historia, es nuestro deber. No parece posible, para empezar, tener un sistema de salud exitoso en un Estado casi fallido. La construcción es mucho más profunda y ardua. Por supuesto que en el sistema de salud nuestro hay que hacer [interminables] ajustes de incentivos y controlar en la medida de lo posible nuestra inmanente corrupción, pero no podemos esperar que un articulado aprobado en el Congreso cambie lo que no hemos cambiado nosotros. Recordemos que el papel puede con todo, como decían los abuelos.

 
Y una pequeña catarsis
Voy a tomarme una licencia más, para terminar, relatando una anécdota personal. Hace poco alguien cercano que está estudiando en un prestigioso MBA del país me contactó para pedirme un favor. Se le ocurrió que para una exposición en un curso suyo podría lucirse presentando algo así como la reforma ideal del sistema de salud colombiano (una especie de deporte nacional durante las crisis). Me escribió para que le diera luces y mi respuesta debió parecerle una evasiva: no tengo idea como sería ese sistema de salud, sólo creo que debe ser un tenaz constructo colectivo, elaborado acorde tanto con nuestras expectativas y posibilidades, y consecuente con nuestras instituciones y nuestra historia.
“No sé cuál sería una reforma ideal
del sistema de salud: sólo creo que debe ser un tenaz
constructo colectivo, elaborado acorde con nuestras expectativas
y posibilidades, y consecuente con nuestras
instituciones y nuestra historia”.
Iván Arroyave
Y le mandé muchas ideas ajenas, esas sí muy consolidadas, unas que me llegan a mi correo, y otras que he encontrado en mis lecturas y demás. Recetas es lo que hay. Brillantes muchas, y se oponen entre sí la mayoría, claro está. En fin, no volví a saber del asunto, talvez el hombre creyó que yo le estaba sacando el cuerpo. Imagino algunas ideas que pudieron pasarle por la cabeza: “Este bicho se puso a escribir un mamotreto de más de 500 páginas sobre el sistema de salud colombiano y se fue a hacer un doctorado en Europa, ¿para decir que no sabe cómo debería reformarse la salud en Colombia?”. Pensándolo bien, le voy a mandar también este modesto artículo, talvez entonces así sepa que no era mala fe. Es que he aprendido técnicas de investigación maravillosas, pero no recetas, ninguna. Más bien he querido aprender a punta de ojo cómo es que en sociedades tan prósperas e igualitarias se manejan con tolerancia y negociación las fuertes tensiones entre todo tipo de actores sociales. Tratando de entender cómo funcionan las democracias reales y exitosas, con todos sus conflictos y contradicciones.
 
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